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«El rostro de la exclavitud»

lunes, 28 de noviembre de 2011

Así titula El País un artículo publicado en el día de ayer sobre la trata de seres humanos que, por su interés, os transcribimos a continuación. Según la Oficina de la ONU contra la Droga y el Delito, unos 2,5 millones de personas en el mundo «son captados, atrapados, transportados y explotados». La trata de seres humanos es el negocio más lucrativo junto al de drogas y armas. «España no solo es Estado de tránsito, sino también de destino de la trata». Varios factores favorecen la expansión última de la trata: su vinculación con la poderosa delincuencia organizada transnacional, que muchas personas implicadas se muevan con documentos y visados, lo que dificulta su detección en frontera, y la actitud titubeante de los Estados a la hora de reprimir estos delitos.

LE VISAGE DE L’EXCLAVITUD. Ainsi «El País» obtient un titre d’un article publié dans la journée d’hier sur la traite d’êtres humains que, par son intérêt, nous vous transcrivons ensuite. Selon le Bureau de l’ONU contre la Drogue et le Délit, environ 2,5 millions de personnes dans le monde «sont captés, attrapés, transportés et exploités». La traite d’êtres humains est l’affaire la plus lucrative près de celui-là de drogues et des armes. «L’Espagne non est seulement État de passage, mais aussi d’une destination de la traite d’êtres humains». Quelques facteurs favorisent la dernière expansion de la traite: son action de rendre inaliénable avec la délinquance puissante organisée transnationale, que beaucoup de personnes impliquées se meuvent avec documents et des visas ce qui complique sa détection à une frontière, et l’attitude titubeante des États à l’heure de réprimer ce crime.————————————————————————————————-

En Camboya, el nombre del nacimiento no permanece para siempre. Se modifica tantas veces como uno quiera cambiar de vida; cuando la que llevas no te satisface o cuando la enfermedad o la mala suerte se ceban sobre ti. Sok Ly, de 12 años, dejará de ser Sok Ly muy pronto. Debe dejar de serlo. Porque es imposible asumir tanta adversidad con tan corta edad. A esta niña la encontraron hace un mes encerrada en una jaula en un burdel de su propia familia, inmundo, tal y como suele ser el común de los burdeles en este país del sureste asiático, que vive por vez primera en tres décadas ocho años consecutivos de paz.

Tal y como es, por ejemplo, uno cualquiera de los muchos abiertos en una calle del distrito de O Chrony, en Poipet, noroeste del país, frontera con Tailandia: un porche con sillas para cuando, como hoy, el monzón y el calor aprietan; una sala donde la chicas descansan y se exhiben, donde el cliente contempla el género, acuerda el precio y elige -menor o mayor, virgen o no-, para perderse luego con ella por un pasillo decorado con pósteres de cantantes y actrices asiáticas famosas maquilladas de colores chillones, con sonrisa exagerada y pose feliz. Un espejo para retocarse, una tinaja con agua, un hueco para la letrina que evacua directamente a la calle y un par de habitáculos con un camastro dentro donde culminar el encuentro. Es todo. Un servicio, unos minutos, dos dólares. (…)

Según la ONU, cuatro millones de mujeres y dos de menores son traficados o explotados en negocios sexuales de todo el mundo. La trata de personas es un negocio boyante: mueve 40.000 millones de dólares. El tercero tras el de armas y droga. Y va en aumento en Camboya a pesar del tímido crecimiento económico último y la estabilidad política (siempre frágil). Según Unicef, «entre un 30% y un 35% de todos los trabajadores sexuales en la subregión del Mekong tienen de 12 a 17 años». Solo en la capital, Phnom Penh, se calcula que hay 8.000 menores en la industria del sexo y 28.000 siervos domésticos. (…)

Ahí, en el burdel común camboyano de Poipet están (estarán en este instante, si es que aún sobreviven) esperando clientes seis mujeres que, ante la historia triste de Sok Ly y de otras como ella, se encogerían de hombros. «Sabemos bien lo que es», dirían Yorchi Hong, Oeun Ka, Srey Mao, Heng Chinda, Phank Sothea, Srey Neth, de entre 15 y 25 años. También lo sabe la dueña del negocio, Hok Horn, de unos cincuenta, que sonríe campechana mientras explica el quién es quién de las fotos de familia en las paredes mientras atiende a los clientes y distribuye el trabajo. Ahí se ve también el altarcito budista rojo kitsch que se coloca en cualquier morada, por si resulta necesario orar en un país donde el 90% de su población de 14 millones es budista y jemer; la mitad, menor de 18 años; donde el 35% sobrevive con menos de un dólar al día; el 66% no tiene acceso a agua potable, y la esperanza de vida no llega a los 57 años. Un país de los 50 menos desarrollados del mundo que en los sesenta fue la Suiza de Indochina, según recuerdan muchos, y que los intereses de norteamericanos, comunistas y vietnamitas, primero, y de los propios políticos camboyanos, después, se empeñaron en destrozar.

Sok Ly malvivió dos años en uno de esos tugurios, sometida al proceso de seasoning (de condimentación), como llaman los traficantes al periodo de adaptación de una niña, adolescente o adulta a su nueva situación, hasta que, tras las violaciones y torturas, acaba bien cocinada, convencida de que su única opción para sobrevivir es la que tiene a la vista: prostituirse, trabajar para ellos de por vida, estarles agradecida. Nataschas Kampusch hay muchas en Asia. Anónimas y olvidadas.

«Llega un momento en que tocas fondo y te sometes por completo», cuenta Somaly Mam, la presidenta de Afesip (Acción por las Mujeres en Situación Precaria, en sus siglas en francés), una ONG creada para paliar el sufrimiento de muchas de estas menores. La fotógrafa Isabel Muñoz, verdadera apasionada de Camboya, adonde regresa una y otra vez, ha retratado a muchas de las niñas acogidas en los centros Afesip y a otras en los burdeles en un intento, dice, «de ponerle rostro a un crimen que se comete a la vista de todos». (…)

Somaly Mam (1970) fue esclava sexual en su infancia. Madre, guapa, enérgica, dura y occidentalizada hoy, se rebeló y resistió entonces. Consiguió salir con vida de aquel infierno, «pero no indemne», asegura. «Una experiencia así es muy difícil de superar; yo ya no confío en la gente, no lo puedo evitar». Las secuelas psíquicas permanecen hasta en su pituitaria: «Los recuerdos que más me trastornan aún son los de las violaciones y el del olor del esperma, el hedor de los prostíbulos», dice. También las físicas: «Y en lo más íntimo no puedo sentir el contacto con un hombre igual que una mujer libre, normal, como si nada hubiera pasado; es imposible». En 1998 recibió el Premio Príncipe de Asturias de Cooperación Internacional junto a otras mujeres como Emma Bonino o Rigoberta Menchú; un año antes había fundado Afesip (ver www.afesip.org). Hasta ahora -y en gran parte gracias a la ayuda de la Agencia Española de Cooperación Internacional-, su ONG ha conseguido atender a unas 3.500 menores rescatadas de burdeles, de redes de tráfico o de situaciones de riesgo. Hoy, muchas de ellas están rehabilitadas, han regresado con sus familias, trabajan o se han casado. (…)

Las chicas del burdel de Poipet, si pudieran leer, que no pueden, se sentirían identificadas con lo que Somaly dice en su libro. «Tenía la sensación de que mi cuerpo ya no me pertenecía, que estaba muerta desde el día que el chino me había violado…». Son todas hijas de campesinos. Son dulces». (…)

«En Camboya, en más de la mitad de los casos de estas víctimas menores de la industria del sexo, la persona que las convenció o vendió era alguien a quien conocían», apunta Unicef. Un pariente, un amigo, la madre. «Las mafias buscan niños por las aldeas, prometen a los padres dinero que luego nunca llega y los pequeños se pierden para siempre», dice el padre Rodas. «La pobreza moral también es tremenda. Los hijos son una simple fuente de ingresos. Y se ve a los hombres bebiendo, durmiendo, mientras mujeres y niños trabajan sin parar. El camboyano no es solidario. Quizá no pueda serlo».

Chheing Vathy, varón de 16 años, se sienta a su lado en el centro Don Bosco de Poipet. «Hace dos años se intentó quitar la vida», cuenta Rodas sobre él. Y Chheing narra su historia. «Mi padre me llevó a Bangkok…», empieza. «Pero muchos no quieren recordar. Como si hubieran corrido una cortina sobre el pasado», sigue Rodas. Luego, Chheing y Manium, un compañero, se quedan perplejos al escuchar que existen países donde el trabajo infantil está prohibido hasta los 16 años; donde se estudia hasta los veintitantos. En Camboya, solo un 1% llega a la universidad. Otros niños y niñas del centro se acercan y hablan de su experiencia.

Sarey Pan, niña, siete años: «Pedía dinero por Bangkok con mi mamá, a veces trabajábamos en la construcción; ella murió».

Triwan, niño, 15 años: «Me arrestó la poli en Bangkok, estuve en una cárcel junto con muchos adultos; vendía dulces que me daban los dueños». (…)

El negocio de la prostitución ha vivido tres periodos de desarrollo en este país: la colonización francesa, la llegada de militares americanos y otros extranjeros durante la guerra de Vietnam y, posteriormente, del personal de la UNTAC (United Nations Transitional Authority) a principios de los noventa. Y ahora, la del florecimiento del turismo occidental. (…) Que el turismo crece en Camboya es un hecho (más de millón y medio de visitantes gracias al imán de los templos de Angkor). También la demanda de pornografía infantil en Internet, dicen en una red de ONG llamada ECPAT que intenta combatir el turismo sexual. Y los pedófilos. Solo en agosto, la policía de Phnom Penh detuvo a dos alemanes con un arsenal de material videográfico y a un americano residente. El diario Cambodia Daily lo recogía así: «En el apartamento [de uno de los alemanes], la policía encontró a cuatro menores vietnamitas de 10 a 14 años y confiscó 20 videocasetes en los que se les veía practicar sexo con ellas». El detenido, de 61 años, saltó por la ventana al ser descubierto. (…)

Uno de los cinco centros de Afesip está situado en Kampong Cham, hermosa aldea en las llanuras del río Mekong, a dos horas y media de la capital tras recorrer en 4×4 una pista de tierra pespunteada de baches, agua, casas, campesinos, vacas y pollos vagabundos. Allí fue donde Somaly sufrió lo peor del cautiverio. «Deseaba abrirlo aquí, por lo simbólico», dice mientras las 40 chicas del centro la rodean entusiasmadas con la visita. Allí está Sok Ly. Es verla y adivinar su sufrimiento. Basta mirarla. Basta rozarle el hombro y encendérsele en el rostro un gesto de dolor. Imposible hacerle fotos como a las demás, imposible enseñarle su imagen en la cámara digital. Morena, preciosa, el pelo corto, los ojos huidizos, tristísimos. Apenas habla. «Lo hacía cuando la encontramos, luego enmudeció, y ahora a veces murmura».

Ella no lo sabe, pero ha tenido suerte. Algunas chicas son rescatadas por las ONG durante las redadas de la policía en los prostíbulos (muchas frustradas, ya que son avisados antes), pero otras mueren por los malos tratos. «Hace poco se quemó el burdel de Neak Luong y aparecieron cuerpos carbonizados de mujeres encadenadas. Pero nadie se escandaliza. La ley solo conoce un artículo: si te violan, guarda silencio». Lo contarían también los salesianos en Poipet: «Un policía violó a una niña del centro. ‘Le tocó’, es la filosofía de la gente. Nadie habló». La corrupción es otro campo de minas en Camboya. Estalla en cualquier rincón. «En algunos sitios, la policía no molesta a los traficantes ni a propietarios de burdeles. Porque ellos son los traficantes y dueños». (…)

El tanto por ciento de fracasos en Afesip, es decir, de las que regresan a los burdeles, es del 40%. Algunas de ellas trabajan en la calle Sothearos, de Phnom Penh, en un edificio que llaman simplemente «Building». Para llegar es necesario atravesar una galaxia entera de edificios coloniales, calles sin asfaltar hacinadas de peatones y tuk tuks, mirar a los niños esnifando pegamento por las aceras, oler los mercados, admirar los talleres de reparación de motos y evitar la imagen de las ratas comiendo de la basura a la luz del día. Es necesario sortear miles de motocicletas cargadas con tres, cuatro o cinco pasajeros: con dos y un cerdo vivo bien sujeto en medio; con uno y una montaña de cajas detrás; con tres y dos fardos de ropas; con cuatro, una maleta y una jaula de gallinas… Las combinaciones motorizadas y existenciales en Phnom Penh son infinitas. (…)

Somaly saca del cajón, en su despacho de Phnom Penh, fotografías de algunas de las niñas. Se las toman cuando llegan a la ONG como testimonio de su estado. Ahí están, golpeadas, heridas, muchas de ellas; rostros hinchados, manos quemadas; escenas de hospital con protagonistas que Somaly Mam e Isabel Muñoz conocen de largo: «¡Esta, esta es Keo Sophea!». «Sí, ha regresado a su aldea, está enferma de sida y recibe tratamiento de Médicos Sin Fronteras en Takeo». «¿Y ella?». «Ella murió…». «De esta no sabemos…». Una tras otra. Somaly cree que el maltrato ahora ha cambiado de tono. «En mis tiempos se nos aterrorizaba con elementos naturales -insectos, serpientes-. Luego se pasó a los golpes… Hoy es más violento. Por ejemplo, ¡les clavan clavos en la cabeza! Sí, es increíble, tenemos fotos. O emplean electricidad. Quizá sea por esas películas chinas llenas de sadismo. O cosen a las más jóvenes y al rato las obligan a recibir clientes… Porque los asiáticos aún creen que si durante el acto sexual la mujer sangra y grita, es que la desfloran, y con una virgen podrán alcanzar la inmortalidad». No hay fin para esta historia.

¿Y Sok Ly? Al marchar de Kampong Cham, las pequeñas quieren despedirse con música. Se sientan en el suelo. Chanry, de 13 años, canta primero con esa voz aguda, acuática, tan asiática. Luego se encarama a la silla Sry Leak, de siete años, la niña de nuestra portada, seropositiva, vendida a un burdel por su madre prostituta. Interpreta un tema que habla de sueños, de tiempos pasados muy difíciles y tiempos mejores que vendrán. Sok Ly escucha. Y Somaly dice que Sry Leak ya no se va a llamar más así, que ahora tiene otra vida, que es otra persona. Será Mout Éta, que significa «protegida de los dioses». Sok Ly, muda, la mira. Ella, seguramente, no aspira a tanto. Le basta, le habría bastado con la protección de la justicia.

Fuente: El País